Hace unos días, en una de las reuniones habituales de la Real Academia de Gastronomía, un compañero me hablaba de la necesidad para los jóvenes de conocer los principios básicos del comportamiento en la mesa. Inevitablemente recordé lo que opinaban nuestros escritores del Siglo de Oro sobre este asunto.
Desde el momento en que se establece la capitalidad en Madrid uno de los grandes problemas va a ser la abundancia de pretendientes que llegan para instalarse en esa ciudad en construcción. Años antes, Boscán ha traducido El Cortesano de Baltasar de Castiglione (1528) donde se distingue a éste del ciudadano y del labrador. En España dos autores, Antonio de Guevara y Lorenzo Palmireno nos ilustran sobre los principios erasmistas desde distintos puntos de vista en cuanto a lo que aquí nos interesa.
Cervantes va a condenar a aquellos que viven de las falsas apariencias y que dan la sensación de riqueza:
…miserable del bien nacido que va dando pistos a su honra, comiendo mal y a puerta cerrada, (sin invitar nunca a nadie) haciendo hipócrita al palillo de dientes con que sale a la calle después de no haber comido cosa que le obligue a limpiárselos (II, 43).
En aquella sociedad en que primaban las relaciones sociales, era indispensable frecuentar las mesas importantes, aunque se tuviera suficiente renta para comer. A Antonio de Guevara le resultaba incomprensible cómo había quien acudía a casas “con toallita sucia, cuchillo boto, agua caliente, vino aguado y manjar duro”. Él mismo había sido testigo de las carreras de algunos para conseguir una silla, aunque estuviera rota y tuviera que compartirla con otros dos, con el pretexto de que lo hacían para comprobar su resistencia. A la larga esta conducta acababa por serles perjudicial, y advertía de que debían acudir no cuando les invitaran sino “cuando se les constreñía”, porque así, al ser escasas sus salidas “tanto servicio recibirá el que le cobija como él, merced a ser invitado”.[1]
La escasez de medios con que se desenvolvían los hombres en la Corte llevaba a muchos a conocer de memoria la lista de casas donde podían autoinvitarse. Y para que les atendieran bien sobornaban a los empleados con gorros, guantes, cintas, etc., y así les servían buen vino y buenos platos.
Palmireno advierte que las personas instruidas, abogados, médicos, etc., necesitan no parecer bobos fuera de los libros y dominar lo que llama la “agibilia” (desenvoltura) para lo que ofrece una lista de libros útiles para hacer un buen papel en las conversaciones. Da consejos sobre cómo preparar el cuerpo una vez aceptada la invitación: estómago, uñas, manos, cinturón y el espíritu «alegre, no desvergonzado»
El cortesano “curioso”, en el sentido de educado, una vez sentado en la mesa debía comer “sosegado y limpio”. Entendían, entonces, por “comer limpio”: no sonarse con el pañuelo, no poner los codos en la mesa, no comer “hasta acabar” los platos, no murmurar de los cocineros, para que no pudiera acusárseles de golosos ni de sucios. Advertía que había quienes no contentos con lo que se les ponía en su plato “arrebataban también lo que sobraba en los de otros”. Tampoco debían “mascar con los carrillos, beber con las dos manos, “arrostrarse” o tumbarse sobre los platos, morder el pan entero a bocados, acabar los primeros, lamerse “a menudo” los dedos ni dar sorbos en los potajes grandes “porque tal manera de comer es uso de bodegones y no de mesa de señores”.
En consecuencia, era preciso que el joven en los primeros convites a que acudiera prestase atención disimuladamente a lo que hacían los demás comensales para aprender cómo trinchar un ave, echarse la sal, comer una granada sin mancharse y las salsas, natas y cosas semejantes. Procuraría así no dar los espectáculos de algunos hombres de edad que “se echaban de uno en uno los cinco dedos dentro de la boca para lamer la salsa de los garbanzos que tenían asida a ellos” [2]
Una vez aprendidos los principios básicos de urbanidad el invitado estaba preparado para tomar parte en el banquete. En él habría de enfrentarse con otra serie de situaciones conflictivas, que iban desde las conversaciones oportunas hasta la moderación debida con ciertos alimentos que podían conducirles, de no ser precavidos, a cometer graves descortesías.
Cervantes es buen conocedor de la etiqueta como demuestra en el capitulo en que los duques invitan a comer a don Quijote y su escudero (II,. 27), donde imitan, ridiculizándolo, el protocolo de la Corte con el aguamanil que en lugar de las manos les sirve para lavarles las barbas y la figura del eclesiástico que bendice la mesa.
Las normas de educación que le da a Sancho su señor marcan la distancia entre ellos. Le recomienda no mascar a dos carrillos, ni erutar delante de nadie” (II,43.) Otro de los consejos que le da es:»Come poco y cena mas poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago» (II, 43). Al final, tras ser nombrado Gobernador de la ínsula y soportar en la mesa la retirada de alimentos por orden del doctor Pedro Recio, defensor de la teoría de los humores al comer, concluye: «Si no se va le estrellaré esta silla en la cabeza Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno, que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas. (II,49)»
En la segunda parte del Quijote, Cervantes, quiere limpiar la fama de sucio que Avellaneda había adjudicado a Sancho y hace que su amo reconozca que: «en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a lo melindroso, tanto que comía con tenedor las uvas, y aún los granos de granada” (II,62).
[1] Guevara, Antonio de. Aviso de privados y doctrina de cortesanos. Valladolid: 1539 Cap. VV. «La templança y la criança que el cortesano ha de tener cuando comiere a la mesa de los señores», fol.XI
[1] Palmireno, Juan Lorenzo, El estudiante cortesano 1573, p.90-91
* Ambos ejemplares se encuentran en su versión digital en nuestra Biblioteca Duque de Ahumada
** Imagen: El doctor Tirteafuera le quita a Sancho lo que no debe comer.